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El desastre del capitalismo

  • Foto del escritor: Monterreyaldía
    Monterreyaldía
  • hace 7 horas
  • 5 Min. de lectura

Ing. Ramón Rosales Córdova

 

Las lluvias llegaron, y con ellas, la misma escena que México repite cada año como un ritual de dolor, familias arrasadas por el agua, casas convertidas en lodo, calles que se transforman en ríos y funcionarios que llegan a posar con botas nuevas, como si el desastre fuera una oportunidad de marketing político. Pero lo cierto es que las lluvias no trajeron la tragedia solamente la hicieron visible. El agua, cuando cae, no distingue colores partidistas ni jerarquías sociales, pero el daño sí. Porque el desastre natural no golpea a todos por igual, donde hay riqueza, hay drenaje; donde hay pobreza, hay inundación. Donde hay planeación, el agua corre; donde hay olvido, el agua arrasa. No fue la lluvia la que destruyó, fue el abandono que ya estaba ahí, escondido debajo del asfalto, en los techos frágiles, en los márgenes donde vive el pueblo porque el sistema lo empujó hasta ahí.

Las zonas afectadas no son nuevas. Son las mismas colonias, los mismos cerros, los mismos barrios olvidados que cada año aparecen en los noticieros cuando ya es demasiado tarde. Y ahí está la trampa, nos hacen creer que la tragedia es un accidente, una fatalidad inevitable, cuando en realidad es consecuencia directa de un modelo de país que se sostiene sobre la desigualdad. La gente no vive en zonas de riesgo por gusto. Lo hace porque no hay alternativas. Porque la tierra tiene dueño, el suelo urbano tiene precio y el derecho a una vivienda digna se convirtió en un privilegio. Se habla de “asentamientos irregulares” con desprecio, como si fueran el resultado de la irresponsabilidad del pueblo, y no del fracaso histórico del Estado para garantizar condiciones de vida dignas. Y entonces, cuando el agua lo inunda todo, llegan las grandes cabezas, los funcionarios, los gobernadores, los presidentes municipales, los mismos de siempre. Llegan con su discurso de “solidaridad” y sus despensas para la foto. Llegan cuando todo está perdido, cuando ya no queda nada más que lodo y cansancio. Llegan tarde, pero llegan felices, porque el desastre les da la oportunidad de fingir humanidad.

 

Ofrecen ayuda temporal, pero nunca soluciones duraderas. Nos hablan de reconstrucción, pero no de prevención. Prometen indemnizaciones, pero no derechos. Porque mientras existan pobres que se resignen a vivir donde nadie más quiere vivir, habrá quien les saque provecho, empresas constructoras que venden terrenos irregulares, gobiernos que los usan como votos cautivos y una sociedad que, desde la comodidad, los culpa por su propia desgracia. Pero no, no es la primera vez que pasa. Y si no cambiamos nada, tampoco será la última. Porque el problema no está en las lluvias, sino en el sistema. Un sistema que genera pobreza, que margina, que concentra los recursos en pocas manos y deja al resto mirando desde el fango. Un sistema que solo actúa cuando hay cámaras, que administra la miseria como si fuera un programa social, y que prefiere repartir cobijas en vez de repartir justicia.

Por eso, más que lamentar la tragedia, tenemos que entender su origen. Analizar de dónde viene y hacia dónde va. Preguntarnos por qué, después de cada temporal, volvemos a empezar desde cero. La respuesta está en la estructura, en la forma en que este país está organizado para mantener a los de abajo en su lugar.

El capitalismo en su versión mexicana no solo privatizó el agua y la tierra, también privatizó la esperanza. Nos enseñó a esperar ayuda, no a exigir derechos. Nos enseñó a sobrevivir, no a organizarnos. Nos enseñó que los desastres son naturales, pero nunca que la pobreza también es una creación humana.

Sin embargo, el pueblo no puede seguir esperando. No podemos seguir reaccionando solo cuando el agua llega al cuello. No podemos seguir llorando cada año las mismas pérdidas, los mismos muertos, los mismos olvidos. La solidaridad que necesitamos no es la que se muestra en la emergencia, sino la que se construye en la conciencia. Porque la verdadera respuesta no vendrá de arriba. No vendrá del gobierno ni de los empresarios. Vendrá del pueblo organizado. De los vecinos que se unen para exigir drenaje, para vigilar obras, para defender el territorio de quienes lo saquean. Vendrá de los trabajadores que entienden que su salario y su vivienda son parte del mismo problema, un sistema que los explota y luego los abandona. La lucha organizada no es una consigna romántica, es una necesidad de supervivencia. Porque cuando el pueblo se organiza, deja de ser víctima para convertirse en sujeto político. Deja de mendigar soluciones y empieza a construirlas. Deja de esperar al gobierno y empieza a exigirle cuentas. Esa es la diferencia entre resistir y transformar.

Organizarse es mirar más allá del desastre. Es entender que lo que hoy se inunda es lo mismo que mañana se secará bajo el sol del olvido. Es no permitir que la tragedia se repita como un ciclo sin memoria. Y sobre todo, es saber que mientras el sistema siga siendo el mismo, los desastres también lo serán. Si no cambiamos la raíz, volverá a pasar. Volverá el agua, volverán las promesas, volverán las visitas oficiales y las colectas de emergencia. Volverá la foto, volverá el olvido. Y volverá el pueblo, a reconstruir su casa con las manos, mientras el poder reconstruye su discurso con mentiras. Pero no todo está perdido. Cada tormenta también despierta algo, la solidaridad que nace entre quienes no tienen nada, la organización que crece cuando el Estado no llega, la conciencia que florece en medio del lodo. Esa fuerza, la del pueblo, es la única capaz de romper el ciclo.

No debemos quedarnos solo en este momento de indignación. Hay que mirar atrás para entender cómo llegamos aquí, y mirar adelante para decidir hacia dónde queremos ir. Porque no se trata solo de sobrevivir al temporal, sino de cambiar el sistema que lo hace inevitable.

Y eso solo se logra con lucha, con organización, con conciencia. Con la convicción de que no merecemos vivir al borde del abismo. Que el derecho a una vida digna no debería depender de si llueve o no. Que cada gota que cae sobre un techo de lámina es también una gota que cae sobre la conciencia de un país entero. Que esta vez no sea solo un lamento. Que sea el inicio de algo nuevo. Que la gente entienda que su fuerza no está en esperar ayuda, sino en unirse, en exigir, en tomar las decisiones que otros toman por ella. Porque el futuro no se hereda, se construye. Y si no lo construimos nosotros, lo harán contra nosotros.

El agua pasará, como siempre pasa. Pero que esta vez no se lleve nuestra memoria. Que no nos robe la voluntad de organizarnos. Que no nos acostumbremos a vivir bajo el mismo techo roto esperando el mismo discurso vacío. Porque cuando el pueblo se levanta, ni la tormenta puede detenerlo.

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